En los festivales de canto de los niños ya no se oyen aplausos. Sus padres no aplauden, ni siquiera les miran, porque tienen el teléfono en las manos, más pendientes de inmortalizar el recuerdo que de disfrutarlo. Lo mismo sucede en un partido en el Camp Nou o una manifestación callejera. Cualquier acontecimiento fuera de lo rutinario es un festival de flashes de asistentes más preocupados por demostrar que allí estuvieron, o que así chutó Messi una falta, que por sentir allí y entonces lo que sea que se está produciendo.
Pensé en ello la semana pasada, cuando me fijé en una mujer que recorría las ruinas romanas de Aosta, en los Alpes italianos, fotografiándose a ella misma con las ruinas de fondo gracias a un gran palo de selfie. Había otras personas a las que hubiera podido pedirles que le tiraran una foto. Su misma familia, allí presente y cada cual con su iPhone en mano, podía haberlo hecho. Probablemente, las fotos hubieran tenido mejor encuadre y, con seguridad, reflejarían con más detalle los restos de los muros y el foro de la antigua villa, pero nada de ello le interesaba a la señora del palo del selfie.
Antes, las cámaras de fotos servían para retratar lo externo, lo nuevo y lo asombroso. Poco de ello queda hoy, cuando la hemos girado sobre sí misma para que enfoque a quien pulsa el botón. Lo que retrata ya no es nuevo, ni externo, ni asombroso. Es la misma cara de siempre, con la misma sonrisa o los mismos morros salidos o la misma ceja arqueada de todas las fotos.
La mayor novedad consiste tal vez en el retrato de algún aperitivo o nuestros pies en la playa, lo más externo es el último plato que hemos logrado cocinar y lo más asombroso es juntar nuestra cara con la de algún famoso con quien nos crucemos o con el Empire State o el cartel de la peli que vamos a ver de fondo. Como si no hubiera millones de personas que a lo largo del año preparan pasteles, o se toman un gintónic con frutas flotantes, o visitan Nueva York. Como si le importáramos un bledo al famoso que nos hemos encontrado o como si fuéramos partícipes de lo que sea que ha logrado para que su cara sea conocida. Como si no nos bastara con admirarle e incluso emocionarnos con haberle visto en persona que debemos dar testigo de ello no sea que no nos creyeran o, peor, ni que sea para acumular likes.
Me dijeron hace tiempo que la adolescencia cada vez dura más, pero el selfie demuestra que no es la adolescencia la que se perpetúa, sino la niñez. Hay un retorno al «mírame, mamá» de cuando nos tirábamos a la piscina o dibujábamos algún paisaje elaborado, solo que ahora ya no buscamos la aprobación de mamá, sino que contamos los likes de desconocidos.
El problema de este exhibicionismo es que no hay quien lo disfrute. Como todos acabamos haciendo lo mismo, concentrados en el propio foco del smartphone más que en lo que nos muestran los demás, el mundo de las redes sociales es, al fin, un multitudinario grito de atención en el desierto.